miércoles, agosto 13, 2008

Muerte sucia y pendeja

Extiende tu mano y dame una moneda.
Esa niña.
Sus ojos clavados en la parte de atrás de mi cabeza. Siento su imagen acosándome, destruyéndome. No hay sábanas suficientes en el mundo para taparme ni fuerzas para cerrar los ojos y perderse en un sueño mojado. Ya no puedo (muerte sucia y pendeja).
Hola.
Extiende tu mano y dame una moneda. Repite la oración en tu cabeza mil quinientas diecisiete veces. Siente como tus ojos se van volviendo piedra con cada palabra. Empiezas a llorar tierra. Tienes ganas de gritar, de salir corriendo. Sabes que no puedes. Saboreas una voz por encima del hombro, una lengua que entra por tu oreja. Te despierta y estás atento.
Se escucha una melodía de fondo. Una canción de niños. Garras negras te atrapan y escarban tus tripas. Hay sangre por todas partes. Tus ojos piedra se tiñen de rojo. La niña se ríe detrás tuyo. La ves tan claramente. Todo tiene un tenebroso sentido romántico. La niña va rompiendo uno por uno los dedos de su mano. Sientes cómo te acaricia el cuello mientras tus ojos empiezan a dar vueltas sin parar. Toda la sangre, todos los huesos rotos. Toda tu mente, toda hecha mierda.
Se escucha una melodía de fondo. Extiende tu mano y dame una moneda.

viernes, agosto 01, 2008

En el Coloso

Me despertaron todos los gallos del mundo. Sus cantos sabían a pisco, a tierra mezclada con sangre. En sus cantos oía la muerte, la furia. Me despertaron y el sol me hizo bajar los ojos. Así fuera de noche se bajaban solitos, se están muriendo.

El tiempo no corre. Junto los fragmentos de la noche que siguen frágiles.

Todas las navajas están volando.

En el coliseo, todos fuimos gallos. Todos vimos al ojo del animal y le pedimos que matara por nosotros, que se desangrara en nuestros nombres. Nosotros no podemos, pero ellos cumplen.

Voy izquierda.

En el primer salto, yo fui gallo. Caí picando, caí jodiendo.

Las navajas siguen volando. Yo ya no puedo, pero sigo oyendo esos cantos.

Nada de floro

Cómo no le hablé, si yo tengo buen floro. Ni siquiera un besito inocente, un saludo o una mirada. Su nombre golpea la almohada y no deja dormir.
Desde que la vi, pensé que era demasiado. No la esperaba para nada. De entrada, ya me había ganado.
Maricón. La tuve a mi costado un momento, le invité un vaso de cerveza. Me dijo, no gracias. Mil doscientas navajas me cortaron la lengua. Tanto trago adentro por las huevas. ¿Qué chucha me pasa? Quedé muerto. Me enterré en silencio, sin decirle a nadie. Nunca me velaron. No hay lápida para mi tumba, pero se llama vergüenza.
Su belleza era impredecible. Su caminar, sus gestos. Amarraban mis ojos y hacían que no respirara. Nunca supe qué hacer. Apenas pasaba, inventaba conversaciones con ella que jamás se dieron.
Su belleza era innegable. Morena, delgada. Sensual y sin querer, fatal su mirada que nunca fue mía.
Si bailaba, yo le cantaba todas las canciones.
No se dio cuenta.
Cómo no la saqué. Bailaba bonito. Se movía fina, con gracia. También se reía. A veces la miraba de reojo para no hacer roche.
Nunca se dio cuenta.
Son huevadas. Imagínense. Si yo tengo buen floro. Qué va a ser.
Quién sabe si algún día me la encuentro. Su nombre sigue golpeando la almohada mientras ruego que se acuerde del mío. No creo. Probablemente igual no diga nada.