Estaba yo un día cualquiera, como cualquiera está en un día cualquiera. Me encontraba mirando el techo y fumando un pucho. Veía salir de mi boca un humo tan fantasmagórico, tan misterioso que me encantaba. Y de pronto ya no sentía el piso bajo mis pies, ya no tenía un techo sobre mi cabeza. Junto al humo de mi cigarro estaba volando, me envolvía como seda y me llevaba de una manera tan suave, tan cariñosa que sólo quedaba dejarse llevar. Volamos entre las nubes, por encima de la ciudad. Poco a poco la gente se fue dando cuenta y mirando al cielo exclamaron todos: ¡Miren al cielo! Y todos me vieron.
Todos me vieron volando entre el humo de mi cigarro, nadando entre nubes, acariciando su nubosidad. Todos me vieron, y me aclamaron. Y con cada pitada que daba al pucho, alguien más salía volando, envuelto en el humo mágico. Pronto ya no quedaba nadie en la tierra y todos estaban flotando por aquí y por allá, bailando felices de la vida. Entre tanta alegría, yo seguía sólo y con mi cigarro.
La fiesta en el cielo parecía de nunca acabar. Estaba sentado en una nube, sentado como en un día cualquiera, solo que en una nube. Luego apareció una chica que decía ser de Venecia y, para mi sorpresa, no volaba gracias al humo de mi cigarro. Tenía alrededor suyo un brillo, un aura de luz increíblemente hermosa. Era perfecta, la chica de Venecia.
Nos miramos fijamente un instante que pareció durar para siempre. Le pregunté si quería bailar pero no respondió y voló entre las nubes a esconderse. De pronto ya nadie estaba en el cielo, yo seguía en mi cuarto y mi pucho se había terminado. Salí a la terraza y, buscando entre las nubes, me quedé mirando el cielo. Y aún lo hago muy a menudo, pues todavía tengo esa mirada clavada en la mente, la de aquella chica, que un día en el cielo, me dijo que venía de Venecia.
Qué genial resulta a veces fumar un cigarro en el momento adecuado. Joc.
Todos me vieron volando entre el humo de mi cigarro, nadando entre nubes, acariciando su nubosidad. Todos me vieron, y me aclamaron. Y con cada pitada que daba al pucho, alguien más salía volando, envuelto en el humo mágico. Pronto ya no quedaba nadie en la tierra y todos estaban flotando por aquí y por allá, bailando felices de la vida. Entre tanta alegría, yo seguía sólo y con mi cigarro.
La fiesta en el cielo parecía de nunca acabar. Estaba sentado en una nube, sentado como en un día cualquiera, solo que en una nube. Luego apareció una chica que decía ser de Venecia y, para mi sorpresa, no volaba gracias al humo de mi cigarro. Tenía alrededor suyo un brillo, un aura de luz increíblemente hermosa. Era perfecta, la chica de Venecia.
Nos miramos fijamente un instante que pareció durar para siempre. Le pregunté si quería bailar pero no respondió y voló entre las nubes a esconderse. De pronto ya nadie estaba en el cielo, yo seguía en mi cuarto y mi pucho se había terminado. Salí a la terraza y, buscando entre las nubes, me quedé mirando el cielo. Y aún lo hago muy a menudo, pues todavía tengo esa mirada clavada en la mente, la de aquella chica, que un día en el cielo, me dijo que venía de Venecia.
Qué genial resulta a veces fumar un cigarro en el momento adecuado. Joc.
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